Desde muy temprana edad la sociedad y sus circunstancias me enseñaron como paradigma primero que está mal mentir. Lo fui incorporando superficialmente, como todo lo que es impuesto y no sale de adentro, y se estableció: está mal mentir. A la vez, la misma sociedad que me inculcó esto me enseñó que existen las mentiras blancas, no está mal mentir siempre y cuando la situación lo amerite. Como la subjetividad que este nuevo aprendizaje implicaba era muy compleja para una nena tan chiquita, decidí que una buena alternativa era mentir y no decirlo. Esto era controlable hasta que crecí, y conmigo el peso que me hacían sentir las mentiras. Mi carácter obsesivo siempre hizo que le preste atención a todos y cada uno de los detalles de la coartada, para que la historia tenga coherencia y nadie pueda encontrarle agujeros, entonces un día me cansé y decidí que no sirvo para esto. Desde ese momento me convertí una sincericida compulsiva full-time que no puede mentir ni en la más chiquita de las nimiedades.
Así que están advertidos, si no quieren saber no me pregunten.
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