Si tuviera que admitir cuándo me siento más sensible a las
partes ocultas de mi Universo personal, sin dudas respondería que es cuando estoy
sola. Y si indagara más profundo, especificaría que es cuando estoy plenamente
consciente de que todos a mi alrededor duermen. Hay algo especialmente privado
en el silencio de la madrugada, un pacto tácito entre el tiempo y yo de
mantener todo lo que pasa por mi cabeza entre nosotros. Un acuerdo de libre
comercio entre ideas, pensamientos y memorias que dura hasta que salga el sol o
me quede dormida, lo que ocurra primero. Cuando se dan estas circunstancias mis
barreras de represión ven que no hay nadie al acecho y se relajan un poco,
descansan los ojos de la vigilia del día y aparece la tentación de hacer o
pensar cualquier cosa que me traiga un recuerdo. Miro para los costados para
asegurarme de que realmente no haya testigos y cuando lo compruebo, lo hago: pongo
ese disco, pienso en esa palabra o toco ese punto de mi mano que me transporta
a ese momento específico. Y vuelven los
restos, o lo que me inventé, o lo que nunca fue, o lo que no va a volver a ser.
Me despierto, me hago dos tostadas y si me preguntaran por
esas cosas respondería con total y plena sinceridad que no me interesan.
Salió el sol y realmente ya no me interesan.
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