jueves

Internet arruinó mi vida sentimental

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Internet me tiene mal acostumbrada. Cumple todos mis caprichos, responde a cada duda que se me cruza por la mente en una milésima de segundo y jamás en la vida me clava un visto. Si quiero ver un gato fumando pipa con galera y monóculo, Internet me lo consigue (ahora querés verlo vos también, viste, Internet nos arruinó a todos link). Es omnipresente, tiene todas las respuestas a mis problemas y dudas existenciales, me enseñó que si quiero puedo tener el mundo entero a un click de distancia. Todo al mismo tiempo ahora.

En una serie de eventos desafortunados (no como Lemony Snicket porque esa película me pareció malísima, en una serie de eventos desafortunados de verdad) esa exigencia de inmediatez se trasladó a mi vida diaria, y con ella a un lugar peligrosísimo: mis expectativas sentimentales. Acostumbrada a la vorágine 3.0, conozco a alguien y espero un flechazo instantáneo. Inmediato. Al segundo. Pienso en verlo y sentir fuegos artificiales en la panza, que no me salgan las palabras, que me cueste respirar. Espero que se abran cincuenta pop ups molestísimos en mi mente que me conviertan en estúpida, en analfabeta, en una persona sin capacidad de diálogo ni cultura, obnubilada sin preludio ni aviso por la presencia de ese ser que domina el reinado de lo interesante desde su trono y que me vuelve loca desde el primer momento en que dice 'qué tal'.

Lo veo. Pasan cinco, diez, quince, veinte segundos y no hay Hiroshima.

El click tarda más de lo que Internet me tiene acostumbrada.

Cierro la pestaña.

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