Toda la vida afirmé que prefería a los perros porque en casa jamás me dejaron tener gatos: mamá los odiaba, a papá le daban igual y yo nunca tuve la oportunidad de generar un vínculo demasiado profundo con ninguno. Crecí con tres perros no contemporáneos entre sí que me enseñaron un montón de cosas a lo largo de mi desarrollo personal de infante a adolescente, y en esta creencia me mantengo firme: todos los seres que con los que nos topamos en la vida vienen a enseñarnos algo (nada pasa por casualidad) y los animales entran especialmente en esa afirmación. Es por esto que no me resulta para nada casual que en el momento preciso en que decidí irme de casa para vivir sola se me haya plantado en el medio del cerebro la semilla con la idea de adoptar un gato, el animal doméstico con mayor independencia de todos. En el fondo, sin saberlo, estaba eligiendo acompañar el proceso de mi emancipación por el ritmo y la cadencia con la que se mueven estos animales. Y con Tyrion aprendí a entender las manías de lo desconocido, el amor desinteresado, el altruismo, la responsabilidad, incluso primeros esbozos de preocupaciones maternales. Y después, cuando el universo decidió que había aprendido lo necesario de la tenencia de un gato, adopté a Bronn y empezó el aprendizaje con dos: el amor de hermanos, la paciencia, la adaptación, aprender a hacer un lugarcito en un corazón que ya creía lleno para hacer entrar un alma más.
Sueno voluntariamente hippie y loca de los gatos y no me importa en lo absoluto: los animales son los seres más puros que existen sobre la faz de la tierra, y tener la capacidad de absorber aprendizaje de ellos es algo que me llena el alma y que le deseo de corazón a todo el que todavía no lo haya podido experimentar.
‘Until one has loved an animal, a part of one’s soul remains unawakened’
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